Monday, May 21, 2007

Volverá la alegría al reino.

Érase una vez, en un país muy, pero muy lejano, un jardín que, alguna vez, había sido hermoso. Pero ahora no tenía ni una sola flor. Las plantas estaban todas tristes y marchitas. Los árboles no tenían ni una sola hoja y no había en ellos ni un solo pajarito.

Muy cerca de ese bosque, se levantaba un castillo. Un castillo negro, oscuro, donde nunca se abrían las ventanas. Nunca se oía allí a nadie saltar, ni reír ni jugar.

Un día, llegó al lugar un príncipe, montado en un hermoso caballo blanco. Venía cabalgando desde un pueblo vecino. Su nombre era Alex, porque siempre estaba alegre. Al llegar cerca del castillo pensó: ¡qué extraño! Aquí nadie se ríe, nadie salta, nadie juega.

Como ya estaba algo cansado de cabalgar, decidió llamar a las puertas del palacio. ¡Toc, toc, toc!... y nadie contestó. Volvió a llamar otra vez: ¡Toc, toc, toc!... y nadie contestó. Volvió a llamar una vez más: ¡Toc, toc, toc!... y la puerta se abrió con un horrible y tenebroso chirrido: ¡uaaaaaaaaaaaaaaa! Apareció un viejecito con una enorme barba blanca, caminando lentamente, encorvado sobre su bastón. Su rostro denotaba una profunda tristeza.

--¿Qué buscas por aquí? Dijo con una voz profunda y cavernosa, y un tono para nada amigable.

El príncipe Alex le respondió:

--Sólo un poco de agua para mi córcel, y algo de comida para mí.

-- ¡No hay!, respondió el viejecito, con expresión muy descortés y maleducada.

-- Pero, ¿cómo que no hay aunque sea un poco de agua y un trozo de pan?

-- ¡Es que aquí no nos gusta recibir a extraños! Confesó el viejecito.

El príncipe, entre asombrado y compadecido por tanta tristeza, respondió:

--Eso ya lo he notado. Algo que me sorprendió desde que pisé este lugar, es que parece haberse ido de aquí la alegría.

-- Está bien, pasa y te contaré, dijo el viejecito.

Alex entró y fue conducido a un comedor enorme, con una larga, muy larga mesa, rodeada de muchas sillas. Tenía enormes y hermosas lámparas colgadas de su techo, pero sólo una pequeña lamparita estaba encendida en un rincón. Los lujosos adornos que habían por doquier hacían parecer que aquel lugar había sido especialmente construído para celebrar las más alegres fiestas. Sin embargo ahora se veía oscuro, húmedo, frío. Había también una enorme estufa a leña, pero parece que nadie se acordaba de encenderla.

El viejecito invitó al príncipe a tomar asiento. Luego de servirle una taza de humeante café le contó la siguiente historia:

--Verás, le dijo, hace ya algún tiempo, vivían en este palacio el rey Félix, la reina Felicia y la hija de ambos, la princesa Felicitas.

La princesa vivía paseando entre las flores, y jugando en el jardín. La reina pasaba el día junto a la estufa, tejiendo hermosas prendas, mientras cantaba las más dulces canciones. Su Majestad, el rey, siempre andaba de fiesta en fiesta, con sus amigos.

En el pueblo vecino, vivía el rey Malus, cuyo hijo, el príncipe Tristón, estaba enamorado de Felicitas. Malus, era, como su nombre lo dice, muy malvado. Trataba mal a sus súbditos, destrozaba los bosques y los jardines, asustaba a los animales del bosque con el galopar de su caballo negro… era un hombre muy, muy malo.

Por supuesto que el rey Félix, no quería que su hija se casara con el hijo de alquien tan, tan malvado.

En venganza por eso, Malus vino un día al frente de un poderoso ejército, y encerró al rey Félix, a Felicia y a Felicitas en lo alto de la torre más alta de este castillo. Los encerró bajo siete llaves.

Como a nosotros nunca nos gustó la guerra, ni pelear, nadie se resistió. Todos los sirvientes del palacio, y los habitantes del pueblo huyeron, y no volvieron nunca más. Sólo yo me quedé escondido, y todos los días le subo a la familia real un plato de sopa caliente y algo de pan.

¡Eso no puede ser! Dijo el príncipe. ¡Es injusto!

¿Pero que podemos hacer? Dijo el viejecito.

Verás, dijo Alex… quizá por estar aquí encerrado, sin atreverte a salir no te has enterado de una historia que me han contado:

Dicen que cerca de aquí, vivía un rey malo, muy malo. Tan malo era, que todos sus súbditos le abandonaron. Al verse sólo, sin nadie que le quisiera, se fue con su hijo a tierras muy, muy lejanas y ya nadie le volvió a ver. ¡Vamos a liberar a la familia real!

¿Pero cómo? Dijo el viejecito. No tenemos las llaves, nada podemos hacer.

Siempre se puede hacer algo, dijo Alex. No debes dejar que los obstáculos te venzan.

Subieron la larga escalera hasta lo alto de la torre más alta del castillo. Se encontraron con una enorme puerta, de gruesa madera, cerrada con siete enormes candados. A través de la reja podía verse a una triste familia, sentados en torno a una pequeña mesa.

El príncipe Alex desenvainó su reluciente espada, provocando un enorme susto en el viejecito.

No temas, dijo Alex… no voy a hacerte daño. De un fuerte golpe, rompió el primero de los candados, y luego otro, y otro, y otro y todos los demás. La puerta se abrió, y el príncipe entró en la habitación.

--¿Quién eres tú y que quieres? Le dijo el rey, con tono agresivo. El largo encierro, no le había hecho perder su orgullo real.

-- Su Majestad, yo vivo en un pueblo cercano, y vengo a liberaros de esta horrible prisión.

-- ¡Eso no es posible, dijo el rey! ¡Nadie se ha interesado nunca por nosotros!

-- ¿Por qué no?, dijo la reina. Quizá aún queda alguien bueno en este mundo.

La princesa Felicitas no dijo nada, pero miró a Alex con los ojos llenitos de amor.

--¡Está bien! Demuestráme que puedes liberarnos, dijo Félix.

-- Nada debo demostraros, dijo Alex. Estáis en vuestro propio palacio, y nadie tiene porque reteneros encerrados en esta fea y fría torre. Salid, y gobernad este hermoso reino.

Con mucho temor, la familia real salió de su prisión, y bajaron a los jardines del palacio.

Apenas Felicitas pisó el jardín, el pasto se volvió verde, los árboles recobraron sus hojas, pimpollos de todos los colores brotaron por aquí y por allá. Poco a poco, algunos pajarillos se atrevieron a venir desde los reinos vecinos a cantar en el jardín, y también los conejos, y las ardillas volvieron a jugar en el parque.

Los sirvientes del palacio, también comenzaron a volver. La alegría había vuelto al reino.

El rey Félix dijo a Alex:

--Aún conservo mi fortuna. Tengo mucho oro y riquezas. Pídeme lo que quieras, que todo lo que tengo es poco para agradecerte por haber traído nuevamente la alegría a este reino.

-- Está bien, Su Majestad. Pero ¿está usted bien seguro de que cualquier cosa que yo le pida usted me la concederá?

-- Si, cualquier cosa que me pidas, dijo Félix.

-- Su Majestad, a mi no me interesa su oro, ni sus riquezas, ni nada de su reino. Yo lo único que quisiera es casarme con su hija, y poder ser feliz junto a ella.

--¡Concedido! Dijo el rey.

Esa misma noche, hubo una gran fiesta en el palacio. Alex y Felicitas se casaron y fueron felices para siempre. La alegría ya nunca más se fue del reino.

Y colorín, y colorado … este cuento se ha acabado.