Wednesday, April 07, 2010

Reflexiones de padre

Anoche (esto es verdad) conversábamos con mi hija de nueve años. Le comenté que antes de que ella naciera yo no sabía que se sentía ser papá y le dije que había descubierto una cosa... que me gustaba mucho ser su papá.
Ella me abrazó y me dijo que a ella le gustaba mucho ser mi hija. ¡Que mejor forma de terminar una dura jornada que oír eso de labios de una hija!
Un rato después, ya solo, me puse a reflexionar en mi objetivo como padre. Y me dije: “Criar hijos felices”.
Pero rápidamente lo descarté. ¡Caramba! dirán ustedes... ¿que está diciendo este hombre? ¿no quiere criar hijos felices? Por supuesto que sí. Pero plantearlo así es una utopía.
La felicidad absoluta no existe. La vida es cruel a veces y la felicidad es un estado espiritual que depende de muchas cosas. Entre otras, de nuestra cultura, de nuestras ambiciones, del entorno, de los afectos y muchos etcétera más.
Nuestro deber de padre pasa por estar al lado de nuestros hijos sonriendo con ellos en sus momentos felices, y también acompañarlos y llorar con ellos en los momentos duros. Y, cuidado, tratando de ver el mundo con sus ojos y midiendo el grado de felicidad o de dureza desde su punto de vista de niños y no desde nuestra óptica de adultos.
Esto es importante. ¿Alguna vez miraron vuestra casa agachados, situando sus ojos a un metro del piso? ¿Se imaginan cruzar la calle así?. Sin embargo, así es como ven el mundo nuestros hijos. Y lo mismo pasa con las cosas abstractas. No las ven, no las perciben, no las sienten (en todo el significado del verbo sentir) igual que nosotros. Tenemos que aprender a ver “su” realidad, que puede ser (y casi siempre lo será) diferente a la nuestra. Y tenemos que tener la humildad de reconocer que “nuestra” realidad no es más real que la de ellos. Son etapas que deben pasar y, cuando sean adultos, ya compartiremos realidades similares.
Así que, descartado este objetivo por inalcanzable, me dije ¿que tal construír un futuro para ellos? Y, a poco que lo pensé, me di cuenta de lo soberbio de esta afirmación. ¿Quien soy yo para construírle el futuro a alguien, aunque sea mi hijo? Cuando hablamos de futuro siempre usamos la analogía de construír. Y una construcción comienza por sus cimientos, por esa parte que no vemos, por esa parte que no forma parte de la belleza de un edificio, por esa parte que no se pinta ni se decora, pero sin la cual el edificio (el futuro) se derrumba. Y no sabemos si nuestros hijos van a tener una casita humilde o un altísimo rascacielos. Entonces ¿que cimientos le haremos? ¿Cuán grandes y cuan profundos? No podemos saberlo. Que tal entonces si, en vez de construír un futuro “para” ellos, nos dedicamos a construír un futuro “con” ellos. Dejémosle elegir como quieren que sea su futuro (y muy probablemente será muy distinto al que nosotros imaginamos para ellos). No tratemos de ser el arquitecto de “su” obra. Al fin y al cabo ellos vivirán ese futuro por mucho más tiempo que nosotros y ellos tienen que sentirse cómodos en él, no nosotros. Eso sí... podemos ser el albañil que les ayuda a cavar los cimientos, que les ayuda a colocar los ladrillos derechos, que les ayuda a impermeabilizar las paredes para que no se filtren humedades (ira, rencor, envidia, odio...) que hagan ese futuro menos confortable. Pero es “su” futuro, es “su” obra, es “su” elección... y no tenemos derecho, ni aún como padres, a apropiarnos de ello.
Sonreír con ellos, llorar con ellos, construír con ellos... algo se repite... “con ellos” ¡Encontré mi objetivo! Para mí ser padre es compartir, no sólo mi hogar, mis ingresos, mi computadora... ¡mi Vida! y que ellos compartan su Vida conmigo. Y no hablo de la vida como el lapso que transcurre entre el nacimiento y la muerte. Hablo de la Vida como esa fuerza que nos mueve, y que guía nuestros actos (los acertados y los erróneos). Ese y no otro, es mi objetivo de padre. Que un poco de esa fuerza pase de mi hacia ellos y que un poco de la de ellos pase hacia mí. Que cuando están felices su fuerza interior alivie mi dolor o mi cansancio, y que cuando caigan mi fuerza interior les levante y le haga retomar el camino.
Son sólo reflexiones de padre... queda mucho por aprender sobre esto. Al fin llevo sólo nueve años aprendiendo y toda la vida no será suficiente para aprenderlo todo.

Monday, May 21, 2007

Volverá la alegría al reino.

Érase una vez, en un país muy, pero muy lejano, un jardín que, alguna vez, había sido hermoso. Pero ahora no tenía ni una sola flor. Las plantas estaban todas tristes y marchitas. Los árboles no tenían ni una sola hoja y no había en ellos ni un solo pajarito.

Muy cerca de ese bosque, se levantaba un castillo. Un castillo negro, oscuro, donde nunca se abrían las ventanas. Nunca se oía allí a nadie saltar, ni reír ni jugar.

Un día, llegó al lugar un príncipe, montado en un hermoso caballo blanco. Venía cabalgando desde un pueblo vecino. Su nombre era Alex, porque siempre estaba alegre. Al llegar cerca del castillo pensó: ¡qué extraño! Aquí nadie se ríe, nadie salta, nadie juega.

Como ya estaba algo cansado de cabalgar, decidió llamar a las puertas del palacio. ¡Toc, toc, toc!... y nadie contestó. Volvió a llamar otra vez: ¡Toc, toc, toc!... y nadie contestó. Volvió a llamar una vez más: ¡Toc, toc, toc!... y la puerta se abrió con un horrible y tenebroso chirrido: ¡uaaaaaaaaaaaaaaa! Apareció un viejecito con una enorme barba blanca, caminando lentamente, encorvado sobre su bastón. Su rostro denotaba una profunda tristeza.

--¿Qué buscas por aquí? Dijo con una voz profunda y cavernosa, y un tono para nada amigable.

El príncipe Alex le respondió:

--Sólo un poco de agua para mi córcel, y algo de comida para mí.

-- ¡No hay!, respondió el viejecito, con expresión muy descortés y maleducada.

-- Pero, ¿cómo que no hay aunque sea un poco de agua y un trozo de pan?

-- ¡Es que aquí no nos gusta recibir a extraños! Confesó el viejecito.

El príncipe, entre asombrado y compadecido por tanta tristeza, respondió:

--Eso ya lo he notado. Algo que me sorprendió desde que pisé este lugar, es que parece haberse ido de aquí la alegría.

-- Está bien, pasa y te contaré, dijo el viejecito.

Alex entró y fue conducido a un comedor enorme, con una larga, muy larga mesa, rodeada de muchas sillas. Tenía enormes y hermosas lámparas colgadas de su techo, pero sólo una pequeña lamparita estaba encendida en un rincón. Los lujosos adornos que habían por doquier hacían parecer que aquel lugar había sido especialmente construído para celebrar las más alegres fiestas. Sin embargo ahora se veía oscuro, húmedo, frío. Había también una enorme estufa a leña, pero parece que nadie se acordaba de encenderla.

El viejecito invitó al príncipe a tomar asiento. Luego de servirle una taza de humeante café le contó la siguiente historia:

--Verás, le dijo, hace ya algún tiempo, vivían en este palacio el rey Félix, la reina Felicia y la hija de ambos, la princesa Felicitas.

La princesa vivía paseando entre las flores, y jugando en el jardín. La reina pasaba el día junto a la estufa, tejiendo hermosas prendas, mientras cantaba las más dulces canciones. Su Majestad, el rey, siempre andaba de fiesta en fiesta, con sus amigos.

En el pueblo vecino, vivía el rey Malus, cuyo hijo, el príncipe Tristón, estaba enamorado de Felicitas. Malus, era, como su nombre lo dice, muy malvado. Trataba mal a sus súbditos, destrozaba los bosques y los jardines, asustaba a los animales del bosque con el galopar de su caballo negro… era un hombre muy, muy malo.

Por supuesto que el rey Félix, no quería que su hija se casara con el hijo de alquien tan, tan malvado.

En venganza por eso, Malus vino un día al frente de un poderoso ejército, y encerró al rey Félix, a Felicia y a Felicitas en lo alto de la torre más alta de este castillo. Los encerró bajo siete llaves.

Como a nosotros nunca nos gustó la guerra, ni pelear, nadie se resistió. Todos los sirvientes del palacio, y los habitantes del pueblo huyeron, y no volvieron nunca más. Sólo yo me quedé escondido, y todos los días le subo a la familia real un plato de sopa caliente y algo de pan.

¡Eso no puede ser! Dijo el príncipe. ¡Es injusto!

¿Pero que podemos hacer? Dijo el viejecito.

Verás, dijo Alex… quizá por estar aquí encerrado, sin atreverte a salir no te has enterado de una historia que me han contado:

Dicen que cerca de aquí, vivía un rey malo, muy malo. Tan malo era, que todos sus súbditos le abandonaron. Al verse sólo, sin nadie que le quisiera, se fue con su hijo a tierras muy, muy lejanas y ya nadie le volvió a ver. ¡Vamos a liberar a la familia real!

¿Pero cómo? Dijo el viejecito. No tenemos las llaves, nada podemos hacer.

Siempre se puede hacer algo, dijo Alex. No debes dejar que los obstáculos te venzan.

Subieron la larga escalera hasta lo alto de la torre más alta del castillo. Se encontraron con una enorme puerta, de gruesa madera, cerrada con siete enormes candados. A través de la reja podía verse a una triste familia, sentados en torno a una pequeña mesa.

El príncipe Alex desenvainó su reluciente espada, provocando un enorme susto en el viejecito.

No temas, dijo Alex… no voy a hacerte daño. De un fuerte golpe, rompió el primero de los candados, y luego otro, y otro, y otro y todos los demás. La puerta se abrió, y el príncipe entró en la habitación.

--¿Quién eres tú y que quieres? Le dijo el rey, con tono agresivo. El largo encierro, no le había hecho perder su orgullo real.

-- Su Majestad, yo vivo en un pueblo cercano, y vengo a liberaros de esta horrible prisión.

-- ¡Eso no es posible, dijo el rey! ¡Nadie se ha interesado nunca por nosotros!

-- ¿Por qué no?, dijo la reina. Quizá aún queda alguien bueno en este mundo.

La princesa Felicitas no dijo nada, pero miró a Alex con los ojos llenitos de amor.

--¡Está bien! Demuestráme que puedes liberarnos, dijo Félix.

-- Nada debo demostraros, dijo Alex. Estáis en vuestro propio palacio, y nadie tiene porque reteneros encerrados en esta fea y fría torre. Salid, y gobernad este hermoso reino.

Con mucho temor, la familia real salió de su prisión, y bajaron a los jardines del palacio.

Apenas Felicitas pisó el jardín, el pasto se volvió verde, los árboles recobraron sus hojas, pimpollos de todos los colores brotaron por aquí y por allá. Poco a poco, algunos pajarillos se atrevieron a venir desde los reinos vecinos a cantar en el jardín, y también los conejos, y las ardillas volvieron a jugar en el parque.

Los sirvientes del palacio, también comenzaron a volver. La alegría había vuelto al reino.

El rey Félix dijo a Alex:

--Aún conservo mi fortuna. Tengo mucho oro y riquezas. Pídeme lo que quieras, que todo lo que tengo es poco para agradecerte por haber traído nuevamente la alegría a este reino.

-- Está bien, Su Majestad. Pero ¿está usted bien seguro de que cualquier cosa que yo le pida usted me la concederá?

-- Si, cualquier cosa que me pidas, dijo Félix.

-- Su Majestad, a mi no me interesa su oro, ni sus riquezas, ni nada de su reino. Yo lo único que quisiera es casarme con su hija, y poder ser feliz junto a ella.

--¡Concedido! Dijo el rey.

Esa misma noche, hubo una gran fiesta en el palacio. Alex y Felicitas se casaron y fueron felices para siempre. La alegría ya nunca más se fue del reino.

Y colorín, y colorado … este cuento se ha acabado.

Monday, April 03, 2006

Abuelo

Desde que tengo memoria, te recuerdo con tu pelo blanco, tus ojos claros y tus manos grandes, muy grandes. ¿Como no iban a ser grandes? Grandes para proteger a tantos hijos. Grandes para acariciar a tantos nietos. Grandes para enfrentar tanta adversidad. Grandes para sembrar tantas esperanzas.

Hoy tu pelo está más blanco y suave que nunca, tus ojos no han perdido su luz y tus manos siguen siendo tan grandes como entonces. Grandes para abarcar tanta historia, tantas vivencias, tantos recuerdos. Grandes para dar tanto amor y para recibir tanto cariño.

Algún día esas manos se extenderán para decir adiós, pero no quiero pensar en ese momento. Prefiero sentir que en cada momento de mi vida, esas manos toman las mías y me guían, me palmean en la espalda y me alientan y ¿por que no? a veces se apoyan en mi brazo para que sea yo quien pueda llevarte, porque vos ya estás cansado.

Por eso te quiero, Abuelo.

18/10/2000

Thursday, March 30, 2006

Canción para mi hijo

Si tan solo supieras

Como te espero

Si pudieras saber

Cuanto te quiero

Pensar que no te he visto

Jamás te he conocido

No sé como es tu rostro

Ni tu como es el mío

Gracias a Dios ahora

Vienes por el camino

Y muy pronto algún día

estarás aquí, conmigo

Si tan solo supieras

Como te espero

Si pudieras saber

Cuanto te quiero

No hace falta mi sol

Que sepa como eres

Porque todo mi amor

Tendrás para siempre

Porque junto a mamá

Guiaremos tus pasos

Tu serás nuestro sol

Y estarás en mis brazos

Porque soy tu papá

Y ya te estoy queriendo

Vos sos parte de mí

¡Que lindo que es eso!

Si tan solo supieras

Como te espero

Si pudieras saber

Cuanto te quiero

El pequeño Tintín

De: Papá

Para: María Noel

Setiembre, 2004.



EL PEQUEÑO TINTIN


¿Conocés al pajarito tintín? Es una pequeña ave que vive en el bosque del palacio del Príncipe de Papel. Tiene un hermoso plumaje de color rojo carmín y su canto es tan alegre como una campanita, por eso su nombre: tin-tín.

Un día, mamá tintín empolló con mucho cariño seis pequeños huevos, de los que nacieron seis pequeños tintines, todos por supuesto de un hermoso plumaje rojo. Bueno..., todos menos una, que era de un hermoso color azabache.


La hermosa tintina negra se sentía orgullosa de su extraña belleza hasta que intentó salir a jugar con sus amiguitos del bosque. ¿Que pájaro eres? le decían unos, no te conocemos, tenemos miedo de jugar contigo, decían otros, ¿no nos picarás? decían algunos más. Sus propios hermanitos no lo aceptaban, ¿por qué no cambias tu plumaje y tratas de ser como nosotros? le decían.

Era inútil que la pequeña tintina les explicara que, aunque era diferente, era una más de ellos, distinta sí, pero era una más.

Poco a poco la pequeña tintina se fue quedando sola, aunque todavía había algunos animalitos que se animaban a conversar con ella, la pequeña tintina tenía miedo de salir al bosque, así que busco un hueco en el tronco del viejo roble y se quedo allí, saliendo sólo de vez en cuando a procurarse algo de comer (y eso cuando nadie la veía).


Como en todos los cuentos, aquí también hay un hada, el Hada de Papel. Un día se acercó al viejo roble, y vió al pequeña tintina acurrucada en su hueco, no estaba triste porque no existen tintines tristes, pero se sentía sola.

¿Qué puedo hacer por tí? le dijo el Hada.

Por favor, cambiame el plumaje, le dijo la pequeña tintina, quiero ser igual a todos mis hermanos, así me aceptaran y seré más feliz.

Soy un Hada, y podría hacerlo si quisiera, le dijo el Hada, pero no lo voy a hacer porque soy un hada buena, y no sería bueno cambiar la naturaleza de las cosas. Pero ven, acompáñame un momento ...

No quiero, tengo miedo, dijo la tintina.

Sabes que, conmigo, nada malo podría pasarte, dijo el hada.


La pequeña tintina salió de su refugio, muerta de terror (porque hacía mucho tiempo que no salía a la vista de los demás) y en la rama más alta del viejo roble, vió un pequeño tintín ..., que no era rojo como los demás, sino de un hermoso color blanco como la nieve. El también estaba muy solo y decidieron mutuamente hacerse compañía.

Hoy en el bosque del palacio del principe de papel hay muchos tintines rojos, y blancos y negros, y ninguno se siente solo, y todos juntos alegran con su tin-tín, a los habitantes del palacio.


El elefante y la hormiguita (no es lo que piensan)

Un viejo elefante se había separado de su manada y vagaba perdido por la selva. Agotado ya de caminar, se tendió en un claro y comenzó a lamentarse de su mala suerte: ¡Qué voy a hacer yo aquí, viejo y sólo!. Entonces escuchó una vocecita que le dijo: Viejo sí, ¡Solo no!, yo he estado contigo todo el tiempo. Era una pequeña hormiguita que jugueteaba con una brizna de pasto. ¿Y que podrías hacer tu por mí, tan chiquita como eres, tanto que yo ni siquiera había notado que estabas conmigo?

Pues mira, ¿recuerdas cuando sentiste un fuerte pinchazo en una pata? Yo te piqué, pero no para hacerte daño, si no para que levantaras tu pata, ya que estabas a punto de meterla en un pozo y probablemente te la habrías lastimado. ¿Recuerdas también cuando te llevaste por delante aquel enorme hormiguero? Mis amigas podrían haberte atacado y matado, pero yo intercedí por tí. Les expliqué que estás viejo y miope y que todo había sido un accidente, no habías tenido intención de hacerles daño. ¡El problema fue cuando resbalaste en el barro, me arrastraste contigo, me hundiste y casi me aplastas!, pero por suerte pudimos salir juntos.

Y, sin ir más lejos, ¿con quien estarías hablando ahora y compartiendo tus sentimientos si yo no estuviera aquí?

Tienes mucha razón hormiguita, es muy importante estar acompañados. El problema es que a veces ni siquiera nos damos cuenta de que tenemos a alguien al lado nuestro, quizá porque es chiquito, o diferente o porque nos creemos superiores a él. Pero a veces él nos ayuda a no meter la pata, aún cuando para eso deba causarnos algún dolor, nos defiende de la agresión y se la juega por nosotros y, si por ahí nos hundimos juntos en el barro de la vida, también juntos salimos de él.

j.e.d.c. - 07/11/2002

Un jardín color de rosa

Josecito era un chico como tantos. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, no lindo ni feo.
Vivía en una casita como tantas otras. Ni grande ni pequeña, ni nueva ni vieja, ni pobre ni lujosa.
La casita tenía un jardín, y el jardín era el lugar preferido de Josecito. Ese jardín, también era un jardín como tantos. Pero para Josecito era el lugar más hermoso del mundo.
Cuando llegaba la primavera, Josecito siempre estaba deseando volver de la escuela para salir al jardín y allí disfrutar del aire y del sol.

En ese jardín había un árbol. Un árbol como tantos. Su tronco no era ni grueso ni fino. Sus ramas no eran ni largas ni cortas. Pero sus flores... ¡ah! eso sí... sus flores eran de una belleza incomparable. El primer día de cada primavera, el árbol quedaba completamente cubiertdo de unas hermosísimas flores de color de rosa. El perfume que salía de ellas atraía a los más bonitos colibríes y a las más tiernas mariposas, y todo ese conjunto le daba a Josecito la sensación de estar en el paraíso.

Un día como tantos otros, al caer el sol, Josecito vió algo muy, pero muy raro. Sentada al pie del árbol había una niña. Era una niña como tantas, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, ni linda ni fea. Su nombre era Flor.

Desde ese día, Josecito y Flor se siguieron viendo todos los días. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año.

Y el tiempo pasó... Y Josecito y Flor crecieron, y fueron novios, y luego esposos, y luego padres y más tarde abuelos.

Y hoy, bajo el árbol de flores de color de rosa, juegan los colibríes, las mariposas y una enorme cantidad de nietos que el orgullo de Josecito y de Flor.

Es que, cuando la belleza y el amor se juntan, las cosas más comunes, las cosas como tantas, las de todos los días, se convierten en algo muy especial, en algo hermoso, en algo eterno.

Para los pequeños

De tanto en tanto, me gusta escribirle a mis hijos algún pequeño cuento o algo que los haga pensar y reflexionar.
Así que me dije ¿por qué no publicarlos en la red y que los chiquitos del mundo entero también lo puedan conocer?

Estos son mis modestos aportes.

Dr. J. Enrique D'Ottone Clemenco